Semántica cognitiva, imagen e imaginación creativa
Gabriel Pareyon
La carga teológica impuesta por la colonización, obstaculiza el aprecio de un sistema de pensamiento e interpretación del mundo propios, desde la indigeneidad. Por lo tanto, desteologizar la semiótica indígena abre posibilidades para reconocer este sistema de pensamiento e interpretación. A este fin, la semántica cognitiva sirve como herramienta para iniciar una exploración de conceptos clave en lengua náhuatl, como acceso al bosque-signo de la Cosmovisión Indígena; es decir, como ingreso epistémico en Teponazcuauhtla.
La semántica cognitiva es un marco teórico útil para investigar la formación de significados emergentes a partir de la combinación de palabras o segmentos de palabras. En castellano y otras lenguas indoeuropeas su estudio apoya el análisis de la composición de metáforas, metonimias y neologismos. En concordancia con el difrasismo, usado en náhuatl para el estudio de un tercer significado mediante la composición binaria de dos términos adjuntos, la semántica cognitiva extiende este tipo de estudio a la aglutinación de partes de un término, característica de la lengua náhuatl como lengua aglutinante. Por ejemplo, en el estudio de las proximidades epistémicas entre dos términos tan semejantes como teuhtli y teutl, o el de sus variantes dialectales teoctli y teotl. La propuesta desarrollada hasta aquí sería apenas el principio de una tarea mayor, tanto lingüística, como filosófica y estética, para explorar la riqueza semio-cognitiva de las ontologías en lenguas indígenas.
Por ahora tendré que limitar este tema, diciendo que, de acuerdo con este enfoque, hay un tipo especial de metáfora conceptual: las metáforas ontológicas, que mapean relaciones entre experiencias, por un traslado conceptual en función de un espacio físico idealizado, de tal modo que se eligen partes de la experiencia de carácter abstracto y se las considera entidades discretas para poder asir conjuntos de significación más amplios. En un modo importante, Teponazcuauhtla opera gracias a la metáfora ontológica de “bosque de resonancias”, y su diseño obedece a un realismo imaginario en que las incisiones del teponaztli se conectan con un infinito potencial de particularidades. A diferencia del canon occidental, que juzga que todos los átomos básicos son iguales, en Teponazcuauhtla no existe la posibilidad de generalizar la igualdad, porque el mundo no está hecho de mónadas idénticas, ni de una sustancia de un tipo uniforme, sino que cada peculiaridad es en sí diversa. En otras palabras, la simetría exacta sí cabe en algún caso particular de Teponazcuauhtla, pero Teponazcuauhtla no cabe en el subconjunto de las exactitudes o el de las igualdades.
Este tema era de gran interés para Helen Escobedo (1934–2010), una intelectual y creadora habitante de Nepantla, pues vivía en un permanente estado de liminalidad entre ambos extremos del mundo: el Occidental y el Indígena. En una ocasión, probablemente en el año de 2008, viajábamos del sur de la Ciudad de México para conocer en su compañía, su casa de adobe en las cercanías de Tepoztlán, Morelos. La mayor parte de la conversación durante aquel trayecto, fue acerca del concepto de perfección en el arte. Con incomodidad, me refirió que en 1963 había traído a la UNAM, a los principales representantes del diseño y la arquitectura finlandeses. El tema era por completo de mi interés, dado que en aquellos años yo cursaba el doctorado en la Universidad de Helsinki. Sintetizo su incomodidad en estas palabras: “Luego de conocer pormenores de diseño y producción en talleres populares de artesanía en la Ciudad de México, y de observar una serie de aspectos estéticos urbanos, el arquitecto Alvar Aalto me confesó la diferencia sustancial que él veía, entre el arte de México y el de Europa en general y de Finlandia en particular: el problema —dijo— es que los mexicanos desconocen el criterio de perfección”.
Mi reacción a esas palabras fue inmediata, para explicarle a Helen, cómo desde la antropología social de nuestros días, resulta inadecuado juzgar a toda una cultura desde el paradigma de otra cultura, muy distante y distinta. Más en específico, si esa conversación hubiese sido posible en el presente, yo le habría hablado sobre Teponazcuauhtla y sus ramas necesariamente torcidas, como un criterio existencial para la idiosincrasia mexicana que desde luego afecta las más variadas manifestaciones de la cultura propia. Aunque, repito, la simetría exacta y la perfección a la que se refería Aalto, son un caso particular, discernible al interior de Teponazcuauhtla en alguno de sus posibles rincones.
Irónicamente, después de su visita a México, la obra postrera de Aalto dio un giro neobarroco, según sus críticos finlandeses. Desconozco si Helen ejerció directamente alguna influencia en este sentido, pero no podría descartar esa posibilidad. Lo cierto es que México y Finlandia comparten en modos muy distintos, un pasado y un presente con una violenta carga colonizadora, especialmente desde dentro de sus propias comunidades autóctonas. En otras latitudes, por ejemplo en Nueva Zelanda, el siglo XXI ha traído nuevos aires críticos y transformadores en que los viejos arquetipos del imperialismo están siendo cuestionados por un creciente influjo de las voces indígenas desde dentro de las academias e instituciones locales que están siendo transformadas por esas mismas voces: incluso el teatro isabelino, otrora emblema civilizatorio indiscutible y universalista, está en entredicho en tanto se haya utilizado como “canon imperialista”. Cabe meditar entonces, si, por ejemplo, el canon cervantino no ha tenido un uso semejante en México a través de una exaltación universalista que facilite la justificación y permanencia del modelo colonial, y que instrumentalice el aplastamiento de la resistencia cultural indígena.
Si Teponazcuauhtla manifiesta una revelación para desaprender lo moderno en México, es en gran medida posible gracias a la resistencia cultural. En la gran pintura novohispana con la representación del bautizo cristiano de la nobleza tlaxcalteca (Fig. 9), dos siglos antes de que se hiciera esta pintura, observamos la presencia sonora del teponaztli, casi desapercibido entre el abigarramiento barroco de los componentes alegóricos. Esto es, a mi juicio, un símbolo de rebeldía y de resistencia en que lo más oculto resulta más penetrante. La selva de símbolos también es un espacio de internamiento y un paréntesis en el tiempo, a la espera de mejores condiciones para la existencia. En esta escena de aparente sumisión espiritual, en el cuadro descrito, el vórtice semiótico no está en la cabeza gacha del noble que se bautiza rodeado de blancura, sino en el altar de piedra, desde donde parece emanar el poder omnímodo de Teponazcuauhtla. Esa resonancia no es barroca, ni tampoco moderna ni pre-moderna: abarca vastos trazos temporales que se confunden con la orografía y las migraciones de los pueblos que habitan México desde su prefiguración.
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Comparar y falsear la noción de religión con la de arte, sirve, en este caso, para fisurar la supuesta obviedad de Dios y de los dioses y su halo retórico, impuestos como arquetipos de investigación para los pueblos indígenas; así como para fisurar la noción de perfección como criterio rector aplicable a las manifestaciones culturales de México.
El concepto de unidad en relación con la modernidad obedece a la política de homogeneidad formulada desde el principio de la doctrina religiosa al servicio del Estado. En esta dirección, mal entender la supuesta derrota universal de las culturas indígenas, por su incapacidad de competir con las grandes maquinarias capitalistas de diseño, distribución y difusión de la única cultura posible, se opone al propósito de deconstruir la conquista simbólica como una tarea necesaria y pendiente.
La irritabilidad de las comunidades de los historiadores del arte, a este respecto, se debe a una indisposición para develar la estructura que conecta al patriarcado judeocristiano con el aparato capitalista, y con sus estructuras seculares de enseñanza, salvaguarda y consolidación de un conocimiento único e indivisible.
Avanzar hacia una lógica, una matemática y una estética más allá del nivel más primario de la idea creativa, el cómputo y el diseño, demanda explorar la semiótica profunda de las culturas originarias y de su imaginario histórico. Un ejemplo de esto es trascender la idea de numeración y geometría indígena por comparación con la matemática euclídea, y ahondar en los significados por su construcción simbólica en la formación de conceptos como los aquí vistos, a los que podríamos añadir otros conceptos clave, como nepohualtzintzin (el estudio de las cantidades), tepohualtzintzin (el análisis armónico), o el tloque nahuaque (el conjunto de los extremos y sus integraciones).
La semántica cognitiva aplicada a las lenguas indígenas se presta, en este sentido, a una exploración de estos conceptos por su gran coherencia y expresividad existencial, mucho más allá de la comparativa léxica directa; pues entre familias lingüísticas tan distintas, “No sólo los campos semánticos no se superponen —dice Paul Ricoeur—; tampoco las sintaxis son equivalentes, mientras que los giros idiomáticos no transmiten los mismos legados culturales”.
Junto con lo anterior, cabe preguntarse cómo será la incidencia del pensamiento indígena en las artes, la ciencia y la filosofía de un porvenir próximo en México, a través de este tipo de profundidad semántica y semiótica. Para lograr un enriquecimiento social y cultural en este sentido, habría que emprender un cambio profundo en las políticas de la educación pública y, en general, en las prácticas culturales. Por ahora nos quedamos con las siguientes incógnitas: ¿Por qué son tan escasos los investigadores indígenas al frente de los proyectos académicos y publicaciones científicas indigenistas de México? ¿Por qué, al menos en la Ciudad de México, desde el año de 1566 no hay un(a) jefe de gobierno emanado de los barrios y pueblos ligados a la historia indígena? ¿Desteologizar las instituciones culturales y científicas mexicanas sería también “desblanquearlas”? ¿La pureza teologal está ligada al racismo institucional a través de la historia de México?
La aberración de querer identificar unos dioses mexicanos aparece en paralelo con la irredenta obsesión por llamar indios, no a los pobladores de la cuenca del río Indo, en Asia, sino a los del Anáhuac, o bien, la de conceptuar unos “emperadores aztecas” en lugar de hacer el intento de comprender la significación del huey tlahtoani. Por esto he dicho que esta práctica semántica, a profundidad epistémica, resulta comparable a las obsesiones terraplanistas y geocentristas. Me pregunto si es posible llegar a un consenso en pos de mayor claridad y sistematización lógica, o si seguiremos erráticos y omisos.
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